viernes, 25 de febrero de 2011

El tipo que alumbró la Premier

Durante el fin de la década de los ochenta, un velo gris se corría sobre el fútbol inglés. Lo que durante años habían sido días de vino y rosas, se había tornado en aburrimiento, tristeza y miedo. Las catástrofes de Heysel y Hillsborough pesaban sobre una losa en un fútbol que había perdido brillo y esplendor. Limitados por no poder competir en torneos europeos, los grandes clubes ingleses no podían contratar a jugadores de primer nivel. Hubieron de esperar sentados, mientras roían sus uñas, a que la depresión se apagase y volviese a entrar la luz entre las tribunas de unos campos que iban quedando semivacíos.

En 1992, los equipos de la vieja Football League deciden romper con las viejas estructuras, y en busca de Eldorado televisivo deciden crear una nueva competición, con más brillo, más glamour y más posibilidades. La bautizaron como Premier League.

Meses antes, el viejo, y a partes iguales, odiado y querido, Leeds United, contrató a un tipo francés que había salido rebotado de su anterior club. Tras un inestable periplo por equipos de la liga francesa, Eric Cantona, un delantero tan elegante como polémico, vestía de blanco para dar algo de brillo a la liga inglesa. El resultado no pudo ser más espectacular; el Leeds ganó el título y el francés se convirtió en un Dios en apenas unos meses.

Una vez hubo nacido la nueva competición, el histórico Manchester United, en ansias de revivir tiempos mejores, se fijó en el tipo de gesto antipático y cejas pobladas que había divertido a la grada de Elland Road. De pronto, el fútbol que, hasta entonces, había sido pragmático, especulador, hosco y violento, se convirtió en sutil, bello, admirable. Algo hermoso había ocurrido.

Lo que había ocurrido era la llegada de un tipo que, delante de los porteros, era capaz de inventar. Ya no existía el centro largo y el cabezazo como principal recurso hacia el gol. El nuevo fútbol inglés fue alumbrado por tres tipos que cambiaron el concepto de lo que habían visto durante aquellos años de oscuridad. Fueron Zola, Bergkamp y, sobre todo, Cantona. El francés que jugaba como en un patio de colegio e inventaba como un chiquillo que no para de soñar.


martes, 22 de febrero de 2011

El pequeño diablo

Había un tipo que apenas levantaba un par de palmos del suelo, las piernas fuertes, la cabeza siempre levantada y las rodillas preparadas para el último sprint. A veces se acostaba a la izquierda para regalar goles y en otras ocasiones oscilaba desde la derecha para buscar el palo largo del portero. Verle cabalgar por la banda era una delicia, verle regatear en la línea de tres cuartos era un sueño hecho realidad.

Los seguidores de la Real Sociedad soñaron durante más de una década gracias al ingenio de su diminuto extremo. Hoy sería un socio perfecto para esta generación de pequeños aprendices de mago, ayer fue el motivo más sondable para que los aficionados llenaran las gradas del viejo estadio de Atocha.

Allí, entre el barro del invierno y el verde césped de la primavera, el pequeño número once cumplió el deseo de miles de aficionados e hizo contener el asombro a millones de españoles que asistían impávidos a sus exhibiciones desde sus nuevos televisores en color. Cada regate era poesía, cada centro era una declaración de amor. Al delantero, al compañero, al amigo, le tocaba el turno de devolver el grado de aquel sonoro beso. Un tipo que jugaba para divertir y que terminó levantando títulos. Un par de ligas que llevaron el sello de un entrenador humilde, de un grupo de amigos que jugaban al fútbol cada domingo por la tarde y de un pequeño diablo que, de vez en cuando, levantaba a la gente de sus asientos.



martes, 15 de febrero de 2011

Balones de oro: Alfredo Di Stéfano

La historia del fútbol la han marcado aquellos tipos que, a golpe de corazón y a modo de sentencia, han sabido acaudalar su talento en nombre de una mayoría. Como a todos, el éxito engorda el ego y dispara las admiraciones, como a pocos, el recuerdo de algo bello situa a unos cuantos en el lugar más privilegiado de la memoria. Para un aficionado madridista no habrá un jugador mejor que Alfredo Di Stéfano en la historia del fútbol. Para un amante de la épica del balón, han existido pocos tipos tan capacitados para la victoria como el hombre que vistió el número nueve del Real Madrid desde 1953 hasta 1964.

Desde el niño que nació en 1926 en el seno de una familia de emigrantes italianos, hasta el abuelo que, con setenta y cuatro años, fue nombrado presidente de honor del Real Madrid, hubo un hombre que batió records, levantó muchas copas y dejó el aroma de un futbolista irrepetible. El hombre que marcó gol en cinco finales de la Copa de Europa, el primer hombre orquesta de la historia del fútbol europeo, el hombre que aprendió de Pedernera y aparecía en cada parcela del campo; robando, combinando, rematando, celebrando.

Di Stéfano debutó en la primera división argentina un frío día de invierno de 1945. Tenía 19 años y, debido a su velocidad, José Maria Minella, el entrenador del equipo, le escogió para sustituir a Loustau y darle la titularidad en el costado izquierdo del ataque. Era la época de "La Máquina", la gran época de River, cuando hacerse un hueco en la delantera titular era tan difícil como convencer al pueblo de las bondades de la gran guerra que se disputaba a miles de kilómetros de allí. Ajeno a la misma, el joven Di Stéfano seguía soñando con convertirse en futbolista profesional. Lo consiguió, aunque no fuese fácil jugar en aquel River y tuviese que acudir a Huracán para trabajar a modo de préstamo. Siempre supo que tenía por delante todo el tiempo del mundo y todo el fútbol que prometían sus sueños. Llegó a Madrid con veintisiete años y aún así le dio tiempo a ganar más de una docena de grandes títulos, tal fue su impacto en aquella Europa de posguerra que, medio siglo más tarde, la revista France Football le otorgó el premio al mejor jugador del fútbol europeo del siglo XX. Era la misma publicación que le había otorgado los balones de oro de 1957 y 1959, la misma que, haciendo gala de la lógica y la ecuanimidad, había premiado al tipo que había revolucionado el fútbol.

Todo ello, pese a no haber disputado nunca un solo minuto en un campeonato mundial de selecciones. Aquella espina, a la hora de la comparación con otros grandes de la historia, sigue estando bien clavada en la sinrazón de sus defensores. Pudo haber jugado en Brasil, más Argentina se negó a acudir a aquel mundial. Pudo haber jugado en Suecia, pero España no logró clasificarse. Pudo haberlo hecho en Chile, pero una lesión días antes del comienzo del torneo le obligó a asistir a los partidos desde la grada. Y pudo haberlo hecho en Inglaterra, pero a aquellas alturas, la palabra de Di Stéfano estaba más cerca del adiós que de la aventura.

Aquel jovencito que acudía al estadio de Independiente para ver jugar a Arsenio Erico se convirtió, con el tiempo, en el mejor futbolista argentino de su generación. Y eso que hubo muchos y muy buenos, como Sívori, Rossi o Pedernera. A este último hubo de sustituir en River una vez hubo regresado de Huracán, para formar delantera junto a Reyes, Moreno, Labruna y Loustau, una punta de ataque que se conoció con el sobrenombre de "la eléctrica". Fue la sucesión, para la exigente afición de River, de aquella "Máquina" que tantas tardes de alegría había dado al club. La continuidad de un equipo donde ya no estaba Adolfo Pedernera y en cuya punta de ataque figuraba un joven llamado Alfredo Di Stéfano. Fue entonces donde se forjó el futbolista que deslumbraría en Europa un lustro después, el jugador que organizaba el juego del equipo, que aparecía en el área de manera silenciosa y que finalizaba los ataques que él mismo había iniciado.

Años más tarde, aquella delantera descrita de memoria, pasaría al olvido devorada por la pasión suscitada por el ataque que Santiago Bernabéu había conseguido formar para el Real Madrid. Quienes les vieron, juran por Dios y ante la Biblia, que jamás existió un ataque como el formado por Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento; tres balones de oro, un artista del último pase y el tipo que más títulos ganó en la historia del fútbol europeo. Palabras mayores.

Junto a aquellos compañeros y tantos otros que llegaron para disfrutar de su compañía, Alfredo Di Stéfano ganó ocho ligas. El dato, aunque esclarecedor, asusta si tenemos en cuenta que, hasta su llegada, el Real Madrid solamente había ganado un campeonato en veinte años. Huelga recordar los que han venido desde entonces, huelga repetir la decisiva aportación de Di Stéfano en la historia del Real Madrid.

En total, y contando los partidos amistosos, Di Stéfano jugó novecientos dieciocho partidos y anotó setencientos doce goles. Todos ellos a lo largo de las veintiún temporadas como profesional en las que vistió las camisetas de River Plate, Huracán, Millonarios de Bogotá, Real Madrid y Español de Barcelona, amén de las participaciones internacionales con las selecciones de Argentina y España. Cabe destacar, a modo de curiosidad, el partido amistoso disputado en 1953 entre el Barcelona y el Vasco de Gama, en el que Di Stéfano vistió de azulgrana por primera y última vez, pero que sirvió para que el Barcelona lo incluyese en su base de datos como uno de los futbolistas que han jugado en el primer equipo.

Pareciese, con este dato, que Di Stéfano no hubiese querido nunca casarse con nadie. Bien podría haber sido jugador del Barcelona antes que del Madrid, pero la pericia de Santiago Bernabéu primero, y la decisión de la Real Federación Española de Fútbol después, terminaron siendo hechos decisivos para que Alfredo terminase vistiendo de blanco.

Pero vayamos por partes. Antes de recalar en el Madrid, Di Stéfano había recorrido parte de sudamérica dando brillo a su nombre. Tras su debut en River, fue cedido a Huracán donde completó una gran temporada. Fue la temporada en la que, enfrentándose al equipo que le pagaba, marcó para Huracán el gol más rápido de la historia de la liga argentina, ocho segundos le bastaron para perforar la meta de Soriano y dejar a la hinchada de River fría como un témpano de hielo. Aquel era su futbolista más prometedor y jugaba en las filas del enemigo.

Una vez fue repescado, pasó a formar parte del primer equipo de River durante dos temporadas gloriosas en las que goleó y aprendió a dar vueltas de honor. En 1949, y tras una brutal huelga de futbolistas, Di Stéfano emigra a Colombia para, junto a Cozzi, Reyes, Rossi y Pedernera, formar parte de un maravilloso Millonarios de Bogotá que, bajo el sobrenombre de "Ballet Azul", batió records de goles, títulos y asistencia para convertirse en el mejor equipo de la historia del fútbol colombiano.

Fue vistiendo la camiseta de Millonarios cuando aterrizó en Chamartín por vez primera. Aquella tarde en la que se celebraba el quincuegésimo aniversario del Real Madrid, Di Stéfano jugó al fútbol de una manera que nunca antes se había visto en España. Santiago Bernabéu, asombrado por el recital, no lo dudó; "quiero fichar a ese jugador". No sería fácil, porque Di Stéfano ya había firmado un precontrato con el Barcelona y el presidente del Madrid hubo de acudir a las altas instancias para mostrar su acuerdo con River y Millonarios de Bogotá. Con el jugador asistiendo a los entrenamientos del Barcelona, la Federación de Fútbol dispone en su sentencia que Di Stéfano ha de jugar dos temporadas en el Barcelona y dos temporadas más en el Real Madrid. La decisión salomónica no es bien recibida en el seno del Barça y la directiva culé rompe el contrato dando vía libre a Di Stéfano para vestir de blanco. Se rompía así el sueño de verle jugar junto a Kubala y formar la delantera más letal del fútbol europeo.

Como jugador del Real Madrid, Di Stéfano cobró una dimensión tan grande que su nombre fue utilizado por el mundo entero como la mayor bandera del fútbol. Tanto fue así que en una gira del Real Madrid por Sudamérica, en 1963, el número nueve del Real Madrid fue secuestrado en Caracas por las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional. Las FALN, siglas que correspondían al movimiento de protesta contra el régimen venezolano, buscaban un señuelo para conseguir que su voz fuese escuchada en el mundo, y no encontraron mejor escalón hacia la fama que el futbolista más famoso del mundo. Durante los tres días que duró el secuestro, Di Stéfano comió, durmió y jugó a las cartas junto a sus secuestradores. Fue un trato cordial, tan solo un motivo para poder alzar la voz, una reacción contra la acción opresora del país.

Tras su liberación, las primeras planas y todos los titulares se volcaron con el delantero blanco. No se trataba de un tipo normal, no era solo un delantero goleador y un devorador de partidos, Di Stéfano se había convertido, por aquel entonces, en el primer gran futbolista mediático de la historia del fútbol. Todos querían verle jugar, todos querían un momento junto a él, todos, grandes y pequeños, querían ser como él.

Cuando sus piernas ya no le dieron para seguir siendo el jugador al que todos aplaudían, decidió cambiar el blanco del Real Madrid por el azul rayado del Español. Fue el día después de perder la final de la Copa de Europa contra el Inter de Milán y tras una agria discusión con un Santiago Bernabéu que ya no le veía apto para seguir jugando al más alto nivel. Tenía entonces treinta y ocho años, y se marchó por la puerta de Chamartín con el rostro serio y un rictus de amargura en la mirada. Se marchaba el hombre que había ganado cinco Copas de Europa, que había anotado más de quinientos goles y que había puesto al equipo en el primer escalafón del fútbol mundial.

Dos años más tarde, cuando la cuarentena invadió su alma y entorpeció sus piernas, preso de la nostalgia decidió decir adiós, se marchó a casa, hizo un hueco en su jardín y ordenó tallar un monumento en forma de pelota de fútbol. Bajo el mismo, inscribió un epitafio: "Gracias, vieja". Era la mejor manera que tenía de rendirle homenaje a la amiga que le había acompañado desde niño y que le había permitido hacer realidad cada uno de sus sueños.

Años después, el tipo que había cambiado la historia del fútbol español, regresó a los estadios para impartir clase desde los banquillos. Así, River y Boca en Argentina y Valencia en España, disfrutaron la miel del éxito gracias a la sabiduría de Alfredo Di Stéfano. Tres ligas más como entrenador en los dos países que habían curtido su corazón. Uno, Argentina, le había dado un apellido y un nombre como futbolista, el otro, España, le había adoptado como a un hijo pródigo y le había regalado los mejores años de su vida.

Como futbolista argentino, vistiendo la albiceleste que tanto ensancha el espíritu patrio, Di Stéfano tuvo oportunidad de deleitar a su país en la Copa América de 1947. Fue su primera y única gran participación en un torneo internacional a nivel de selecciones y la nota fue de sobresaliente; seis partidos, seis goles y un trofeo de vuelta a Buenos Aires. Eran épocas convulsas en las que el fútbol suponía una vía de escape para los Argentinos. Igual que ocurría en la España franquista, amordazada por la censura y la ausencia de libertad, cada triunfo del Madrid suponía un viaje a los sueños perdidos. Suya fue la primera Copa de Europa, suya fue la primera Copa Intercontinental y suyo fue el primer gran reconocimiento al mejor jugador del mundo. Se llamaba Alfredo Di Stéfano, un hombre de aspecto rudo, de calva incipiente y perfil cilíndrico, el mismo que años atrás, mientras flotaba por la línea de cal del estadio de River fue bautizado como la "Saeta Rubia". Entonces, las gradas, viendole venir, gritaban alborozadas: "Socorro, socorro, que viene la saeta con su propulsión a chorro".

miércoles, 9 de febrero de 2011

Finlandia 2003

Existen escenarios preparados para los mejores artistas, apariciones fulgurantes, motivos para el asombro y nombres apuntados en un papel para no olvidar jamás a quienes nos hicieron soñar con algo grande.

En la primavera de 2003, una vez hubieron terminado las competiciones a nivel nacional, una pequeña reseña en los periódicos se hacía eco del fichaje de un juvenil del Barça por el Arsenal de Arsene Wenger. El técnico francés, siempre con la caña preparada, había sabido pescar en un río revuelto dentro de un club sumido en el caos y en pleno proceso electoral. Como se trataba de publicitar las promesas y no dar demasiada importancia a los hechos banales, la fuga de aquel joven centrocampista del equipo juvenil no tuvo más importancia de la necesaria.

Mientras Laporta y Bassat se peleaban por fichajes inalcanzables, en Finlandia daba comienzo la décima edición del campeonato mundial de fútbol sub 17. Entre los participantes se encontraba la selección española dirigida por Juan Santisteban y comandada por los excelsos David Silva y José Manuel Jurado. El equipo, que meses antes había salido derrotado en la final del europeo frente a Portugal, repetía convocatoria con la inclusión de un chaval un año menor que el resto; un chico espigado, de zancada elegante, precisión en el pase y capacidad de sobra para echarse a la espalda el peso del equipo.

El chico, que jugaba con el número diecisiete y con el nombre de "Cesc" grabado en la parte alta de la espalda, deslumbró al mundo con un par de exhibiciones memorables. En cuartos de final, y ante la Portugal que les había derrotado un par de meses antes, Cesc comandó una máquina letal que terminó goleando por cinco goles a dos. En semifinales, ante una Argentina que no había recibido un solo gol, Cesc anotó en dos ocasiones para firmar una remontada histórica. Con aquel último tanto en la prórroga, tras un derechazo cruzado a la escuadra, el mundo entero conoció al chico que había fichado por el Arsenal y el barcelonismo se lamentó por el diamante que acababan de quitarles de su joyero.

Como el tiempo, en su papel de justiciero, suele conceder al mundo una segunda oportunidad, aquella derrota en la final ante Brasil terminó por compensarse unos cuantos años más tarde. Aquel maravilloso futbolista que un día de otoño de 2003 salió llorando del césped con un balón y una bota de oro en cada mano, pudo resarcirse en el verano de 2010. Aquel día de julio, todos le recordamos interceptando un mal despeje en el borde del área, hipnotizando el balón hasta comprobar el desmarque y dejando solo ante el portero a Iniesta para que anotase un gol que daría la vuelta al mundo. Aquel día, todo el mundo conocía ya a Cesc Fábregas.

viernes, 4 de febrero de 2011

Carrera hacia adelante

A menudo el ser humano se encuentra atrapado entre disyuntivas que tienen que ver tanto con el corazón como con la cabeza. Se trata de analizar las circunstancias, observar las causas y medir las consecuencias. Muchas veces, aunque en principio parezca una estupidez, es mucho más conveniente dar un paso hacia atrás para tomar carrerilla e impulsarse hacia adelante.

Cuando la Real Sociedad descendió a segunda división quedaron al aire las vergüenzas de una gestión lastimosa y los rescoldos de una amenaza que, como buitre tras su presa, venía persiguiendo al equipo desde que decidieron cambiar de política. En aquel equipo del año 2007 había pocas piezas aprovechables, muchos parches inservibles y un motor de lujo al que había que cuidar pues en sus pies residía gran parte de las esperanzas de cara al futuro.

Xabi Prieto, que juega al fútbol con la elegancia de un bailarín y entiende el juego como un maestro de ajedrez, podría haber elegido entre emigrar a una aventura incierta en equipos de menor calado o quedarse en casa y madurar como el vino joven que necesita sus años de barrica.

Los que auguraron su estancamiento en una división menor se equivocaron porque el futbolista aprendió que la victoria no se regala, que el sentimiento conduce al éxito y que el talento sobrevive siempre por encima de la fuerza. Bien arropado por un grupo de jóvenes afines a su causa, Xabi condujo un vehículo remozado hasta integrarlo de nuevo en la parrilla de salida de la primera división.

Hoy, con veintisiete años y con lo mejor de su carrera por delante, cuenta con el privilegio de poder elegir su destino. Si se marchase, ya no emprendería aquella incierta aventura en equipos de menor calado, Xabi tiene empaque, fútbol y valor de mercado suficiente como para jugar en un gran equipo. Y si eligiese, de nuevo, quedarse, pasaría a formar parte de ese salón de la fama que acoje a los hombres que se convierten en mito por la fuerza del cariño. Tiene una afición que le adora, una crítica que le respeta y una carrera imparable hacia adelante. La misma carrera que inició el día que decidió quedarse en su equipo, dar un paso hacia atrás y tomar carrerilla.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Uno de los cinco tipos que vio pasar de largo a Maradona

Era un jugador espectacular, de la talla de los grandes centrocampistas ingleses; con recorrido, desplazamiento de balón y mucha llegada al área contraria. Con un tren inferior al estilo de los grandes regateadores, gustaba de dejar atrás a sus contrarios, buscar una conexión amiga y aparecer en el borde del área para dejar su sello de calidad.

Junto a Ardiles y Villa, formó un lengendario centro del campo en el Tottenham Hotspur. Aunque los tres tenían un talento descomunal, Villa era el encargado de recoger los balones desde la defensa y Ardiles el penúltimo enlace entre los delanteros y el gol. Entre medias, el balón solía asearse en los pies de un chico de la casa, nacido en Middlesex y que jugó durante doce años con los Spurs.

Vestía el número diez, otras veces el ocho, y jugaba como un niño al que le gusta divertirse en el patio del colegio, siempre el balón cosido al pie, siempre la cabeza levantada. Chutaba faltas a la escuadra, gustaba de jugar con los porteros batiéndoles por arriba, picando la pelota, haciendo bello el momento del golpeo. Si había que pegarla desde treinta metros lo hacía, y el balón, generalmente, acababa haciendo temblar las redes.

Cuando el Tottenham recibió su mejor oferta, le vendió al Mónaco y allí sentó cátedra como un organizador colosal. Ganó la liga francesa en su primer año y, cuando le quedaban pocas fuerzas para seguir en la élite, marchó al modesto Swindon donde le esperaba su querido amigo Ossie Ardiles. Juntos ascendieron a primera y volvieron a separarse cuando aceptó la llamada del Chelsea. Allí fue entrenador-jugador, dejó la impronta de un tipo para el recuerdo y el aroma que destilan los buenos futbolistas.

Entre medias jugó dos mundiales y en uno de ellos el destino le situó en mitad de una jugada que dio la vuelta al mundo. Vio llegar a Maradona y le vio marchar como un cohete, tras él, muchos de sus compañeros también terminaron por el suelo, agarrados al césped, hundidos por el desánimo, desalentados por el talento del diez argentino y admirados por el gol que terminó ejecutando ante Shilton.

Él también tenía clase, él también tenía calidad y él también dejó huella por donde pasó. El fútbol no le regaló muchos títulos pero grabó su nombre para el recuerdo. El nombre del centrocampista más talentoso del Tottenham Hotspur. El nombre de Glenn Hoddle.