jueves, 31 de marzo de 2011

Aguinaldo

Había un jugador con las piernas de un oso y la cabeza siempre levantada, el viento aireaba un pelo entrecanoso y el balón susurraba al viento cada vez que salía desde sus botas. Era pausado para construir y listo para destruir, recorría el último tramo del campo con audacia, elegante en el control, avispado en el desmarque, talentoso en el último pase, preciso en el disparo.

Hubo una vez una ciudad que vistió el color del pimentón y se echó a la calle para celebrar sus éxitos. Hubo dos ascensos, hubo dos ídolos y hubo varios años de felicidad que hoy son pura melancolía. En el área vivía un macho hondureño con un cañón en cada bota y por detrás sobrevolaba el césped un brasileño con nombre de propina navideña y detalles de Papá Noel vestido de futbolista. Aguinaldo de nombre e ídolo para La Condomina. Fútbol de empaque, redes temblorosas, porteros impresionados.

Hubo un jugador que abandonó Brasil para hacer fortuna y recorrió España para enamorar corazones. Ídolo de ascensos en Murcia, ídolo de ascensos en Tenerife y director de escena en sus últimos coletazos junto al palmeral de Elche. Hubo un tipo de sonrisa torcida, gesto engañoso y plumas en los pies. Hubo un tipo que abrió la puerta grande de Brasil para los equipos modestos.

martes, 22 de marzo de 2011

Balones de Oro: Raymond Kopa

El hambre, las fatigas, la malnutrición y la explotación infantil son un lastre contra el desarrollo físico. A cambio, la naturaleza nos priva de Hércules de acero pero nos regala hombres astutos, hábiles, ingeniosos. Nada agudiza el ingenio como la necesidad, nadie conoce realmente a qué sabe la gloria si no se ha empezado desde lo más bajo.

Raymond Kopa era un trabajador más en las minas del norte de Francia cuando apenas había cumplido los catorce años. La necesidad por llevar a casa un pedazo de pan hicieron que toda la familia Kopaszewski se echase la responsabilidad al hombro y acortasen su proceso de maduración bajo el negro carbón de las minas de Calais. El niño, menudo y flacucho, se entretenía en los descansos dando patadas a las piedras y el día que le tiraron un viejo balón descosido lo controló con clase, lo movió con habilidad y lo devolvió con precisión. Allí, bajo el negro carbón de las minas de Calais, nació la leyenda del primer futbolista que situó a Francia en el primer nivel del fútbol mundial.

De Kopa se han escrito muchas historias; unos recuerdan el maravilloso Stade Reims y su "Fútbol Champagne" sin corsés y sin miedos, otros recuerdan su personalidad arrolladora y otros viven embelesados con aquella pareja que formó junto a Fontaine en 1958 y que estuvo a punto de dejar sin mundial a Pelé, Garrincha y compañía.

Los detalles, los pases filtrados, los viajes camino al cielo, los driblings imposibles y las sonrisas tran cada gol solamente han quedado en la memoria de quienes realmente supieron saborear el juego de un tipo singular al que apodaron "Napoleón" por su baja estatura y por su manera de organizar a sus ejércitos en el terreno de juego; como un emperador al mando, todo el equipo jugaba para él.

Era aún un adolescente bisoño cuando sus más allegados le animaron a presentarse al concurso de jóvenes talentos que, cada año, organizaba la Federación Francesa de Fútbol. Fue un adolescente bisoño de baja estatura que ganó el campeonato en su región y accedió a la final nacional. Y fue por ser un adolescente bisoño y de baja estatura que los jueces le relegaron a un segundo puesto con un consejo que se llevó el diablo; "si no creces, chaval, no podrás jugar al fútbol". No sabían aquellos tipos cuánto se equivocaban. Kopa no sólo jugó al fútbol sino que lo hizo como los ángeles, en una carrera profesional que se alargó durante dieciocho años y que le reportó seis campeonatos de liga y tres copas de Europa.

El "fransuá", como le apodaron sus compañeros del Madrid, era un tipo listo, ágil, perspicaz. Un talento puro que deslumbró a muchos y provocó dolores de cabeza a muchos más. De haber hecho caso a aquellos profetas de la federación, las minas hubiesen ganado una espalda y el fútbol hubiese perdido un genio.

Con veintiún años recién cumplidos viste por vez primera la camiseta azul de la selección nacional francesa. Aquella convocatoria, en un país que aspiraba pero no alcanzaba, fue celebrada como un éxito por parte de la afición gala. Casi tanto como el día en que, años más tarde, decidió regresar a casa para vestir la nuevo la zamarra del Stade Reims y sacar brillo a su palmarés con dos nuevos títulos de liga.

En aquellos tiempos el fútbol competitivo de verdad se disputaba en sudamérica y en Europa había dos naciones, Inglaterra e Italia, que se disputaban el trono de candidatas a presidir el cortijo. Francia, sin tradición, sin figuras y sin una afición realmente implicada, simplemente aspiraba a crecer, a disputar un mundial y dar esplendor a su nombre después de la sufrida victoria en la gran guerra contra los nazis. Y aquella Francia, que aún supuraba el pus de la pólvora, se clasificó para el mundial de 1954. Y aquella Francia, con Kopa como estandarte y Fontaine como estilete, representó con honor un nuevo fútbol en el mundial de 1958, aquel en el que Raymond Kopaszewski fue nombrado mejor jugador del torneo y aquel que le reportó el Balón de Oro entregado a finales de año.

Es posible que los jueces de la FIFA hubiesen ignorado la presencia de Pelé y Garrincha en aquel torneo a la hora de valorar los méritos para hacer entrega del trofeo al mejor jugador. Y es posible que Kopa, liberado de toda responsabilidad, hubiese demostrado que su posición en el campo era la de artista libre. Una posición, la de organizador, que había ocupado en el Stade Reims y que desempeñaba en cada partido internacional con la selección francesa. Pero una posición que en el Real Madrid estaba vetada puesto que era propiedad legítima de Alfredo Di Stéfano. De esta manera, y tras aterrizar en Madrid, Kopa hubo de reinventarse y desplazar su radio de acción a la banda derecha. El genial centrocampista se convirtió en un habilidoso e incisivo extremo; un número siete que formó uno de los vértices de la que, cuentan, fue la mejor delantera jamás vista en un campo de fútbol: Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento. Habilidad, visión, dirección, gol y velocidad. Cinco elementos imprescindibles en una misma delantera. Un aplauso perpétuo, un sueño hecho realidad, un recuerdo imborrable.

Kopa llegó a Madrid en el verano de 1956 haciendo extensible la máxima que dice que si no puedes con tu enemigo únete a él. Meses antes, su Stade Reims había perdido la final de la primera edición de la Copa de Europa ante las huestes de Santiago Bernabéu. El presidente blanco, ávido por fabricar un equipo inolvidable, se hizo con el fichaje del mejor jugador francés y completo un repóker de ases. Tres años más tarde, exactamente después de que el Madrid le volviese a ganar la final de la Copa de Europa al Stade Reims, Kopa decidió regresar a casa. Allí permaneció ocho más hasta completar una carrera plagada de honores y momentos culminantes.

Cuentan que, durante el transcurso del mundial de 1958, Santiago Bernabéu envió a un emisario a Suecia para que le informase sobre los mejores futbolistas del campeonato y tantease su posible fichaje. Después de la exhibición de Francia frente a Irlanda del Norte en cuartos de final, el presidente del Madrid recibió una llamada en su despacho: "Presidente, no podemos fichar al mejor porque el mejor ya juega con nosotros". Aquel partido supuso la consagración definitiva de aquel chico que había empezado a trabajar siendo un adolescente, que conoció el miedo después de perder un dedo en la mina, que conoció el hambre en el seno de una familia de inmigrantes polacos y que conoció la duda el día que decidió acotar su apellido, llamarse Kopa, acentuar la "a" y vestir para siempre la camiseta de la selección francesa.

El miedo, el hambre y las forjaron un espíritu imbatible. Nunca se dejó derrotar por la decepción ni cuando fue fichado por un equipo de segunda tras llegar a la final del concurso de talentos. Nunca se conformó con mucho si podía tenerlo todo y por ello abandonó el Reims y el estatus de ídolo que se había fabricado para fichar por el Real Madrid. Nunca hubo un defensor que le intimidase mientras él escondía el cuero y salía de la jugada a base de quiebros, pisadas o túneles. Nunca hubo un techo para sus aspiraciones y así lo reflejaron sus ojos el día que fue nombrado como tercer mejor futbolista francés de todos los tiempos por la revista France Football.

Quizá Platini y Zidane fueran mejores. Ellos levantaron trofeos como capitanes de una Francia reinventada, ellos contaron con la ventaja de un fútbol en color y guardado en vídeo, ellos aún permanecen frescos en la memoria de los más jóvenes. A tipos como Kopa y otros tantos futbolistas de su generación, les cuesta demostrar lo buenos que fueron porque se ven obligados a recurrir al boca a boca y a la historia del abuelo cebolleta. Era otro tiempo y era otro fútbol, pero para que el aire recorra una casa primero hay que abrir la puerta. Kopa, Fontaine y sus compañeros abrieron las puertas al fútbol en Francia y desde entonces han sido muchos los que han cruzado el umbral y solamente uno fue el primero en ganar el Balón de Oro.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Portugal 1991

No suele ser casualidad que un par de buenos futbolistas crezca alrededor de un grupo de amigos de notable calidad con los que aprender a convivir, a entenderse y, sobre todo, a practicar una manera de jugar al fútbol. Así hemos sido testigos de la mejor Bulgaria comandada por Stoichkov, de la mejor Croacia culminada en Suker o de la mejor Polonia con Lato y Boniek como estrellas principales.

En 1989, al calor del invierno saudita, Carlos Queiroz dirigió al primer equipo portugués campeón del mundo. Era un grupo de jóvenes atléticos, elegantes y técnicos que aún tenía margen de mejora. Por ello, cuando en el recién estrenado verano de 1991, Portugal acogió la octava edición del campeonato del mundo juvenil de fútbol, el país entero se pegó al televisor y acudió a los estadios para ver, con sus propios ojos, a ese grupo de amigos que, talento en mano, habían sido capaces de prometer un nuevo título.

Portugal, con un fútbol aún más preciso y precioso, revalidó el título y el mundo se hizo eco de una generación llamada a ganarlo todo con el paso de los años. En el equipo que alcanzó la final ante una Brasil liderada en ataque por Giovene Elber jugaban serios defensas como Jorge Costa o Abel Xavier, duros fajadores como Peixe o Rui Bento y artistas como Capucho o Joao Pinto. Pero, por encima de todos, había dos futbolistas especiales, llamados a formar parte de la élite y que salieron de aquel torneo con decenas de ofertas en la mano. Uno era un intrépido extremo derecho con una habilidad de asombro y un guante en el pie derecho que se llamaba Luis Figo y el otro era un mediapunta descarado, de técnica depurada y maneras de líder que se llamaba Rui Costa.

Tras nueve goles a favor y uno en contra en seis partidos y con el título de campeón del mundo en la mano, Portugal se levantó con el orgullo patrio encendido el primer día de julio de 1991. Era el día después del gran triunfo, el día de la resaca y el día de soñar. A nivel de selección, aquel grupo de amigos no logró ningún triunfo importante pese a haber engrosado la nómina de favoritos en más de una ocasión. Pero a nivel futbolístico, títulos y honores aparte, seremos muchos los que recordaremos a estos futbolistas como uno de los mejores regalos que nos ha dado el país vecino. Les bautizaron como "la generación de oro" y, en el terreno de juego, destilaron un fútbol de muchos quilates.

jueves, 10 de marzo de 2011

La sirena

La gente acudía alborozada a Parkhead porque les habían dicho que existía un jugador capaz de saltar como una pulga y rematar como un oso. La gente, vestida de verde y blanco, llenaba las calles del este de Glasgow imaginando un nuevo vuelo, un nuevo remate, un nuevo gol. Fueron muchos sueños hechos realidad y muchos aplausos arrancados desde el corazón de las viejas gradas del Celtic Park. Allí jugaba un tipo de escasa estatura y enorme ímpetu. Se movía en el aire como un pez puede hacerlo dentro del agua; con soltura, agilidad y descaro. Fue por eso que le apodaron "La sirena" y fue por sus goles que la historia le recuerda como uno de los mejores futbolistas escoceses de todos los tiempos.

Jimmy McGrory es, sin duda, una de las tres mayores leyendas de la historia del Celtic Football Club de Glasgow. Como jugador levantó dos ligas y cinco copas y como entrenador sumó otros cinco títulos más. Era un tipo generoso en el esfuerzo y listo como pocos. En el área no tenía rival y fuera del césped no tuvo pensamiento para otra cosa que no fuese el Celtic.

McGrory se crió jugando en las calles de Glasgow y en cada partido de fútbol soñaba con ser delantero del Celtic. Su sueño se cumplió pronto, pero antes de dar rienda suelta a sus ilusiones, hubo de pasar por una dura infancia y una difícil adolescencia. Su madre, mujer entregada a la educación de sus hijos, murió cuando él sólo tenía doce años. Episodios así marcan el carácter de cualquier persona. Madurar como un adulto le supone a un niño adelantar varios años su ciclo intelectual. McGrory debutó siendo un adolescente como jugador profesional, pero en sus hechuras se adivinaba el carácter de un veterano de guerra.

Durante dieciocho años, de 1922 a 1940, Jimmy McGrory fue la gran estrella del Celtic. Jugaba de nueve, de ariete clásico. Lo suyo era desmarcarse de la jugada, buscar el área y rematar los centros. Parecía un trabajo sencillo, pero no todos lo sabían hacer y él convirtió su tarea en un manual para los futuros aspirantes a delantero centro. Ellos, sus admiradores y también sus críticos, hubieron de asombrarse enormemente mientras vieron discurrir el mes de diciembre de 1927. En el espacio de treinta y un días, el Celtic jugó ocho partidos, Boxing Day incluido, y McGrory anotó veintiún goles. Algunas cifras simplemente hablan pero hay otras que asombran.

La estela de mito viviente le persiguió más allá de su carrera como futbolista. Una vez hubo dejado los pantalones cortos en la caseta y se hubo enfundado el traje de entrenador, la gente siguió adorándole porque lo suyo fue dictar lecciones de vida a lo largo de su carrera. Hubo una final de la Scottish FA Cup en la que el Celtic ganó al Rangers por siete goles a uno. Fue en 1957 y McGrory dirigía, desde el banquillo, al equipo de sus amores. Desde la grada surgió un cántico; "Hampden in the sun". Desde entonces, los aficionados del Celtic entonan la misma letra en cada partido como homenaje al primer hombre que les hizo realmente felices.

A pesar de su contrastada fama como aniquilador, McGrory solamente vistió en siete ocasiones la camiseta de Escocia. Eran tiempos en los que las convocatorias se limitaban a once hombres, tiempos en los que los cambios no estaban permitidos, tiempos en los que la competencia era feroz y tiempos en los que el calendario impedía jugar más de un par de partidos internacionales al año. A McGrory, como a tantos otros, le tocó ser contemporáneo de un jugador fuera de serie. En su caso, el delantero que le cerraba las puertas del equipo nacional, se llamaba Hughie Gallacher, un tipo de cuatrocientos goles en su currículum y una lágrima de emoción en el recuerdo de cada viejo aficionado del Newcastle.

Gallacher había sido un joven que, como McGrory, se había visto obligado a trabajar desde pequeño para salir adelante. Quizá fuese por el recuerdo de las épocas más difíciles, el no haberse podido negar al brillo de las libras inglesas. Fichó por el Newcastle para hacer fortuna y forjar una leyenda mientras en Escocia, cientos de buenos futbolistas se veían obligados a vender caro su esfuerzo por un puñado de billetes.

Como la de Gallacher, la fortuna de McGrory también hubiese podido incrementar si hubiese aceptado la tentadora oferta que el Arsenal le puso sobre la mesa: un sueldo diez veces mayor al que cobraba en el Celtic y la oportunidad de jugar en el equipo de moda en las islas. Pero McGrory prefirió ocho a ochenta, prefirió seguir jugando a dos manzanas de su casa y prefirió seguir cumpliendo todos los sueños que había ido anotando en su libreta de asuntos pendientes desde que era un niño.

El pequeño Jimmy había aprendido a forjar su carácter en las calles de Glasgow y no quería salir de allí mientras le quedase un soplo de vida. Mientras veía a su padre marchar a la fábrica de gas y acudía a recibirle doce hora más tarde, aprendió que el sudor no se regala y que el esfuerzo es el principal camino hacia la meta. No tuvo tiempo para navegar en lecciones de matemáticas, ni para estudiar anatomía. Lo suyo fue trabajar y jugar al fútbol. No tuvo recursos para nutrirse como un niño sano y hubo de conformarse con un metro sesenta de estatura. Pero nunca le puso reparos al destino. Aunque bajito, era valiente, aunque poco formado, era listo. Jugando para el Celtic y luchando por el Celtic llegó a romperse la nariz y la mandíbula. No había defensa que le amilanase, no había balón que no rematase.

Tenía sólo dieciséis años cuando firmó su primer contrato como profesional. En el barrio se hablaba de un diminuto juvenil que, en cada partido de barro y descampado, hacía goles como rosquillas. El San Roque Juniors, modesto equipo de Glasgow, le firmó un contrato y apenas un año más tarde ya era propiedad de Celtic. Atrapado en su propio sueño, Jimmy hubo de despertar durante un primer año difícil. Debido la desconfianza expresada por su entrenador a causa de su corta edad, el equipo de los católigos de Glasgow le cedió a préstamo al Clydebank. No pasó mucho tiempo allí porque apenas media temporada y una docena de goles después, el Celtic le recuperó para la causa. Fue una gran noticia que se disipó con las horas. Poco antes del debut, McGrory recibía el varapalo de la muerte de su padre debido a un colapso cerebral en una de las horas de descanso en la jornada laboral. Sin tiempo apenas para afrontar el hecho y con el cuerpo recién enterrado, Jimmy McGrory vestía por vez primera la camiseta del Celtic de Glasgow. Aquella tarde anotaría el primero de sus quinientos cincuenta goles como profesional, goles que, poco a poco, fueron cicatrizando una herida en el alma y que, con el tiempo, forjaron el corazón de un mito inolvidable.

Aquella fue la primera piedra de un monumento al fútbol que fue erigiendo durante casi dos décadas. En 1927 anotó cuarenta y nueve goles en liga y, en 1929 fue más allá en su hazaña perforando las porterías contrarias en un total de cincuenta ocasiones. Era, junto a Dixie Dean, el gran goleador británico de la época. Un tipo pequeño pero rudo, menudo pero listo, no muy rápido en carrera pero fugaz en la ejecución. Un pequeño diablo que, pese a no superar el metro setenta de estatura, anotó casi doscientos goles de remate de cabeza. Son las cifras de un jugador que se convirtió en mito y un entrenador que se convirtió en leyenda.

Cuando abandonó el fútbol, fue sucedido por una generación ilusionante, comandada por el irlandés Tully, que supuso una transición entre épocas de cifras inolvidables y épocas de gloria inolvidable. Y cuando abandonó el banquillo, fue sucedido por un tipo llamado Jock Stein y que el tiempo situó en el olimpo de los dioses más venerados de la zona este de Glasgow. Ambos, McGrory y Stein fueron prácticamente contemporáneos hasta en la hora de la muerte. El corazón de McGrory se paró en octubre de 1982 y el de Stein, que había aprovechado a la perfección el trabajo de su predecesor, lo hizo en septiembre de 1985, minutos después de dirigir la victoria de Escocia sobre Gales en partido valedero para la clasificación para el mundial de México.

Ambos, instituciones inmortales, serán recordados en el Celtic como dos de los pilares más importantes de la historia del club. Pero si hay que hablar de un goleador, el nombre perfecto es el de James McGrory, el hijo de inmigrantes irlandeses que anotó cuatrocientos diez goles en liga vistiendo la camiseta del equipo de su vida y que engrosó las estadísticas hasta convertirse en uno de los mayores goleadores de la historia del fútbol británico.

viernes, 4 de marzo de 2011

La revolución naranja

Hubo una vez un equipo que hizo volar por los aires todos los conceptos clásicos del fútbol, hubo una vez una selección que mecanizó el juego para convertirlo en inolvidable, hubo una vez una ciudad que aplaudió, emocionada, el fin de su agonía. Hubo un mismo hombre en todos esos frentes; el ceño fruncido, el traje ancho sobre los hombros y la corbata bien anudada. Desde la banda, en el vestuario y en las reuniones familiares, se ganó la fama de hombre duro y padre intransigente, pero el tiempo le colocó en el olimpo de los entrenadores más valorados de la historia del fútbol.

Rinus Michels hizo nacer un Ajax de ensueño, viajó a Barcelona para enderezar el timón de una nave a la deriva y organizó una selección holandesa que deslumbró al fútbol y perdió como sólo los románticos saben hacerlo; con un disparo en la cabeza y una sonrisa en los labios. Todo ocurrió en los felices años setenta, cuando Holanda mostró su esplendor al mundo y los futbolistas se quitaron el corsé para divertirse en el campo de juego. Cruyff, el hijo inseparable, el alumno aventajado, dijo: "El sistema es que no hay sistema". Orden desorganizado o desorden organizado. Que opinen quienes lo disfrutaron, que juzguen los que lo sufrieron.

Regresó años más tarde. Muchos le daban por retirado, incluso había quienes le habían olvidado. El ave fénix volvió a dirigir al equipo de su país. Ya no estaban Cruyff, Neeskens, Rep y Krol. Pero estaban Van Basten, Rijkaard, Gullit y Koeman. Fue en un verano alemán y Holanda conquistó el primer título de su historia. Con la Eurocopa en la mano y el prestigio en el alma, Michels volvió a desaparecer dejando tras de sí, una vez más, la estela de un tipo irrepetible, de un revolucionario inolvidable.

Ayer se cumplieron seis años de su muerte. Aquel tres de marzo el mundo perdió a un hombre, pero el fútbol perdió a un tipo que fue capaz de romper todos los esquemas. Tras aquel Ajax, tras aquella Holanda del setenta y cuatro, el fútbol no volvió a ser igual. Muchos mamaron el líquido de aquella revolución para reinventarse entre sonrisas y muchos más fueron los que jamás dejarán de agradecer la obra Rinus Michels.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Antes del gran éxito

Los clubes de fútbol son instituciones centenarias, alzados por miles de almas apasionadas y cimentados por un pasado que, a quien más y a quien menos, ha regalado un pequeño rédito para el orgullo.

El Nottingham Forest es un club de ciento cuarenta y seis años de historia que hoy debate su identidad en la zona alta de la Football League Championship, el equivalente a nuestra Segunda División B. Atrás quedaron aquellos años de gloria en los que McGovern levantó dos Copas de Europa e Inglaterra se dividía en opinión entre el rojo del Liverpool y el rojo del Forest. Fueron los años de Brian Clough, de Shilton, de Roberston, de Anderson. Pero hubo más años, una prehistoria en la que el club fue forjando a hierro su destino y en la que hombres de honor se hicieron un hueco en los corazones de los aficionados del City Ground.

Hubo un tipo que, entre abril de 1959 y octubre de 1965 jugó un total de doscientos sesenta y cinco partidos consecutivos en la Primera División inglesa. Con porte clásico de gentleman inglés, el cabello rubio bien peinado y la espalda erguida, paseaba su figura por los terrenos de juego como si de un divo de barro se tratara. Era un jugador fino, elegante, de juego sin alardes, pero eficaz a la hora de gobernar el centro del campo. Se llamaba Bob McKinlay y entre 1951 y 1970 vistió la camiseta del Forest disputando en total seiscientos catorce partidos; un record para el club y un lugar perpétuo en el museo de la memoria. Le llamaban "el caballero del juego".

Junto al galés Terry Hennessey formó, en el tramo final de su carrera, uno de los centros del campo más recordados del fútbol inglés; uno ponía el recorrido y otro la pausa, uno la llegada al área contraria y otro la protección del área propia, uno decidió buscar fortuna en otro lugar y el otro decidió ser por siempre fiel al color rojo de Nottingham. El mismo con el que había logrado levantar la FA Cup de 1959 tras ganar por dos goles a uno al Luton Town después de jugar durante una hora con un hombre menos.

Y es que la piel del fútbol está forjada por la épica de las grandes actuaciones. Bob Mckinlay, en ocasiones medio centro y en ocasiones defensor central y capitán del Forest durante los convulsos años sesenta, jugó como titular aquella soleada tarde de mayo de 1959. Enfrente, el modesto equipo del condado de Bedfordshire, y por delante el sueño de regalarle un título a la gente de Nottingham después de cincuenta años.

Se adelantaron los rojos con goles de Dwight y Gray y en veinte minutos el pescado parecía estar vendido por completo, pero lo que llegó después fue un ejercicio de épica en estado puro. A la media hora, y con el partido completamente controlado, el goleador Dwight chocó violentamente contra el defensor del Luton Brendan McNally. El diagnóstico fue rotura de pierna y la obligación, para el Forest, de jugar con un futbolista menos. En aquellos tiempos, la FIFA no había modificado las reglas y los equipos no tenían opción a realizar cambios durante el partido por lo que los Tricky Trees hubieron de afrontar los minutos que quedaban con diez futbolistas en el campo.

La defensa resultó casi agónica. David Pacey acortó distancias y el Luton asedió la meta rival con fe, orgullo y energía. El asalto resultó inútil porque enfrente se encontraron a un equipo entregado y a un comandante en el centro del campo. Bob McKinlay se doctoró aquel día y desde entonces se convirtió en un mito para los aficionados del Nottingham Forest. Fue por ello por lo que una fría noche de noviembre de 2002, y después de conocer la noticia de su muerte a los sesenta y nueva años de edad, en el City Ground se guardó el más emotivo minuto de silencio que se recuerda.

Y es que la historia de los equipos de fútbol la escriben aquellos que forjan un sueño y también los que lo hacen realidad. McKinlay no vivió, como futbolista, los días más grandes del Nottingham Forest, pero gracias a él, el equipo subió un peldaño en la escala de los sueños. Es obligatorio saber de dónde se viene para saber hacia dónde se quiere ir.